El Artigas que construye el director César Charlone, aunque se lo quiera humanizar y tenga sexo -¡qué necesidad!- o aparezca con un bebé en brazos, termina siendo un ser superior que entiende los valores de la democracia y que apela a la utopía y a los sentimientos justos en medio de una parcialidad integrada por paisanos e indios. Hay un español al que los porteños mandan de infiltrado para asesinarlo pero empieza a sentirse conmovido ante tanta bondad hecha caudillo. El sicario tiene sus propios dramas personales, como queda claro en el largo parlamento en off que nos va contando lo que podríamos estar viendo y en algunos sobreimpresos a un paso de lo kitsch. En una historia paralela, se cuenta cómo Blanes, setenta años después de esos sucesos, construyó el Artigas que todos conocemos, por encargo de Máximo Santos, un dictador que se parece a Franklin Rodríguez con una barba postiza.
La elección de Jorge Esmoris y sus rasgos poco parecidos a la versión aprendida del Protector de los Pueblos Libres, es utilizada, con inteligencia, para apoyar el concepto de un Artigas desconocido, alejado de la reconstrucción heredada en retratos de cuadernos escolares. Esa es una de las tesis que maneja la película y la que mejor queda probada. Discutir si Esmoris es un “buen Artigas”, acá no tiene sentido.
El aislamiento del campamento de Ayuí pretende representar el aislamiento de una idea política que se esforzaba en ir a contrapelo del curso de la historia. Hay algo de Pandora, el planeta de Avatar, en ese mundo proto-socialista y carnívoro que se armó alrededor del Éxodo, donde las mujeres tienen derechos aunque el jefe de los orientales es un tanto picaflor de más. Es una comunidad utópica en contacto con la naturaleza que dio origen a esto que somos ahora; la película no discute las consecuencias actuales de ese experimento.
Charlone —que es, por encima de todo, un fotógrafo de nivel internacional—, ilustra con colores, vestuarios, encuadres y extras con una paleta afín a la identidad histórica uruguaya construida por Blanes. El guión, cuyo desarrollo narrativo tiende a lo austero, puebla el resto con escenas que aportan poco y se limitan a caminatas en medio del campamento y entre laberintos de montes criollos y restos de vacunos pudriéndose al sol, ensoñaciones románticas, discusiones políticas, un par de bailes, una payada, y discursos artiguistas en los que se repite lo de “naides es más que naides”, un mantra que funciona como “el horror” del Kurtz en Apocalypse Now, referencia más que explícita en esta película pero atemperada por el ideario artiguista y no por la desazón.
Este Artigas está más cerca de la utopía del sermón de la montaña que del paraíso perdido del personaje de Conrad. Es una elección que más que poner en debate el vínculo tradicional de los uruguayos con un pasado mitificado y siempre polémico, lo afianza.
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